A sus 43 años de edad, Alejandro Rodríguez Rocha disfruta su trabajo: el “fingerpaint” que aprendió en California y que ahora en su natal La Paz es el oficio que practica seis días a la semana para llevar el sustento a casa.
La actitud de Alejandro es fundamental y como tal la expresa: “este es mi trabajo, me divierte, me gusta, porque no es estresante. Este es un trabajo en el que le pones ganas y aparte ganas”.
En su charla con los reporteros de Notimex, el artesano de la pintura con dedos, como se pudiera traducir al español, elabora al mismo tiempo dos espejos imantados, sobre su superficie “al óleo”, y cuyo tamaño es de seis por 10 centímetros.
“Estoy pintando un atardecer con una ballenita típica. Voy a poner aquí a la ballenita saltando. Estoy pintando unas pequeñas palmeritas, también unas rocas. Aquí a un lado vamos a poner unas aves”, relata mientras sus manos plasman el paisaje en el vidrio.
Para Alejandro, este trabajo le da lo suficiente para ni siquiera acordarse de sus 22 años en California, a donde, luego de cursar el primer semestre de preparatoria y recién cumplir 18 años, emigró en busca del llamado sueño americano.
En California conoció a su esposa y nacieron sus tres hijos. Las rentas y los altos costos de supervivencia lo orillaron a pensar en su retorno a México, a su tierra natal La Paz. Además, le resultó imposible arreglar sus documentos de estancia legal.
Aun cuando sus hijos nacieron en Estados Unidos y les corresponden los derechos de ciudadanos de ese país, Alejandro no dudó en regresar a México, unos años antes, había aprendido el arte de pintar paisajes en espejos y en California ya lo había practicado.
Era cosa de decidir el regreso, comenta Alejandro, cierto, una decisión difícil, pero había que tomarla, la recesión en Estados Unidos apretaba y lo que ahí ganaba no era suficiente, precisamente por los costos tan altos de renta y alimentación.
¿Qué mejor lugar para el retorno que su ciudad natal? Ninguno, con los ahorros que tenía en Estados Unidos compró un terreno y construyó una casa, el lugar ideal para vivir junto con sus hijos, mientras estos estudian en las escuelas públicas de La Paz.
Con la certeza de que tiene su futuro asegurado, por lo menos en vivienda, Alejandro sale todos los días a ganar el sustento en dos puntos de La Paz, excepto el domingo “porque de por si es el día más flojo y lo aprovecho para estar con la familia”.
Por las mañanas, Alejandro se ubica en una de las banquetas del Malecón paceño, ahí donde pasan los turistas y se detienen a admirar su arte. El otro lugar se ubica en la zona céntrica de La Paz, apenas a tres cuadras del Malecón.
¿La inspiración? Para hacer sus paisajes, Alejandro los busca en su mente, en sus recuerdos, tiene miles de fotografías en su memoria de los atardeceres en el Malecón que no le cuesta ningún trabajo plasmarlos en los espejos.
“La inspiración es el mar, todo lo que sea del mar”, dice sin mucho pensarlo, además, es práctico, “es lo que la gente busca más, lo que quiere llevarse de recuerdo, algo emblemático del océano, algún pez, la ballenita, por eso me enfoco en ese dibujo”.
Con una experiencia de más de 16 años, la labor de Alejandro se ve fácil: unta con un poco de aceite el espejo, lo desparrama por toda la superficie y entonces toma un poco de pintura azul, para pintar el fondo que será siempre la conjunción de mar y cielo.
Luego, pone un punto aquí, una raya allá y le va dando la forma para que aparezca la ballena, la palmera, el sol, la roca y todo lo que sirva para ilustrar sus espejos, que quienes los quieran los podrán llevar a precios módicos.
“A 35 pesos o tres por 100”, dice sin pensarlo, ya tiene bien entrenada su respuesta cuando algún marchante le pregunta por los precios. Ese es el costo de los espejos imantados de 6X8. Los de 12 por ocho centímetros cuestan 80 pesos cada uno.
Pero también satisface deseos personales, si alguien trae un plato, un huevo, un caracol o cualquier superficie, el costo de su trabajo se eleva, sobre todo, si el marchante pide un diseño especial.
¿Un buen día? “Me he llevado hasta mil pesos en un sólo día, eso puede considerarse un buen día de trabajo”, comenta a los reporteros, pero claro, tiene que decir que un mal día es “cuando no sale ni para la gasolina, cuando no se vende nada”.
Al margen de lo que pudiera ganar en una jornada, afirma que el suyo “es un buen trabajo porque pues me gusta, me divierte, me relaja y aparte gano. Entonces es mi sustento, que más le puedo pedir a mi trabajo, un trabajo noble, la pintura”.
Lo cierto es que su familia, dos varones de 15 y 11 años y una niña de 8, con su ciudadanía estadunidense, ni siquiera piensan en el sueño americano, pues con lo que su papá gana en México, un promedio de 35 dólares diarios, es suficiente para vivir a gusto.